«La Fiesta de Baco», una colaboración enviada, por el escritor venezolano, Gabriel Jiménez Emán.

gabrielAl tercer día me levanté, resucité entre los vivos, me alcé en vilo como cualquier mortal e ingresé en la legión de los deambuladores que toman por asalto a sus sueños y reinician el viaje delirante. Viviendo aquí y allá cómo entre sí se mordían los humanos y a dentelladas vivas iban desmenuzando los restos del día anterior.

Resucité de mis harapos, me harté de música prodigiosa y vomité mis intestinos, para volver con los ojos perdidos a sacar las manos por las hendiduras, rasgando y arañando en las ventanas ajenas aquello que debía dárseme desde el principio, pero que fui perdiendo debido al decente egoísmo de los otros; saqué mis sucias garras y los niños huyeron aterrados ante el rugido de mis fauces, cuando yo había pensado ganar para ellos el más limpio de los reinos.

Me escurrí por los requicios, di un salto en mi enmarañada cabeza invisible, anduve en una selva que conducía a un bosque que conducía a una selva, y así, hasta caer en una puñalada de asombro en el pecho. Como un jeroglífico inextricable era hallarme en medio de una noche donde los astros goteaban la miel amarga del deseo. Ya no creía llegar a la fiesta, a la puerta por donde caería hasta verme confundido de haber vivido, de haber desandado los rincones más ocultos de mi memoria y de nuevo di un grito, me arranqué uno de los dedos, hice de histrión ante un auditorio de ausentes, tuve que cerrarme la herida que me producía tanto placer, porque verla así abierta, con la carne rosada y brillante, me producía un profundo goce. Y tuve que cerrarla.

Después de haber tropezado con viejos sabios que me ofrecían su barba amarilla y de haber caído a las orillas de los ríos prohibidos, seguí andando sin perder el paso, aunque varias piedras se me habían incrustado en los pies. Vi como pasaban los hombres del campo hacia el borde de los precipicios y se quedaban detenidos para el sacrificio, con los ojos llenos de miedo. Vi mujeres que cruzaban los campos con una flecha en la garganta; algunas morían desangradas frente a los árboles, pero yo no podía hacer nada.

bacoFue un largo camino de sorpresas, en el cual las nubes iban y venían rozando mis sienes, y yo sacudía la cabeza para que ellas pudieran seguir su curso sin marcharse con la nefasta presencia humana, les dije adiós, adiós, no había cosa más grande que decir adiós a quien ya no puede escucharnos, y aquellas nubes tan calladas me hablaron en un lenguaje sorprendente.

En las copas de los árboles algún mortal daba gritos de amor y dolor mientras los pájaros, en la garganta de los adolescentes, gorjeaban melodías de otro mundo. De las ramas caían hojas, y de los ríos al levantarse se desprendían los peces hacia arriba. La testaruda naturaleza insistía en su armonía, y yo insistía en la busca de la embriaguez. Esa altiva señora nunca llegará a comprender.

Escarbé en uno de mis ojos, sentí que un manotazo que no era el mío también me requería para otros oficios: qué dulcemente amargo resultaba negarme mientras miraba mi suerte de ser un viajero sin más rumbo que el de no tener rumbo. Vivía todo el esto mientras me halaba los cabellos, mordía caña dulcísima y escupía pedazos de tiempo, mi garganta estaba seca de no probar el néctar único, y la fiesta de Baco, donde yo iba a reunirme con los seres aún no descubiertos, estaba tan lejana que estuve a punto de olvidar mi camino.

Y al tercer año de celebrarse la fiesta yo tenía tres cruces de maldad, había procreado tres hijos y tres mujeres me habían ahogado. Cada tres días yo bebía un líquido rojo sin sabor alguno, y cada tres horas mi cabeza adquiría una extraña forma, que yo no podía precisar. Al fin divisé el lugar de la fiesta, un pequeño claro en la profundidad del bosque donde danzaban unas ninfas ardientes sobre una grama acolchada de flores. Varios sátiros entonaban en sus pífanos melodías alegres, y había una concentración de mariposas en torno a una silla vacía, donde se sentaría Baco más tarde. Llegué muy cautelosamente; un sátiro viejo me miró con su sonrisa pícara, y me ofreció uvas verdes. Eran enormes y jugosas, dulces y ácidas a un tiempo, que yo degusté con fruición.

bacoEl viejo sátiro comenzó a hablarme en una lengua inimaginable y sonora, mientras la gracia de las ninfas crecía en el baile y el timbre de las flautas, en crescendo, me trasladaba al seno estelar. Mi antiguo lenguaje mortal, negro e ineficaz, tomaba ahora una altura prodigiosa.

Entré por fin al vino. Me abandoné a las exigencias del paladar y en muy corto tiempo el fermento ya producía el efecto deseado. Preferí no describir lo que veía, pues no estaba seguro de estar viéndolo, imaginándolo, soñándolo o transfigurándolo. Bebí y viví en una fiesta del vino por la cual transcurrieron las imágenes más comunes de los mitos grecolatinos, colmado a ratos de una alegría delirante o de una insoportable nostalgia, que se producía al quedarme absorto ante los claros de los bosquecillos cercanos.

Vomité, dormí, comí frutas salvajes y carne de oveja sacrificada. Canté, rasgué arpas en un arrebato delirante, me hundí en los ríos y volví a salir con la boca llena de piedras, me tendí al sol para adquirir el color que atraía a las ninfas. Todas venían a beber de mi cuerpo, a hacer piruetas encima de mi sexo, a deslizarse por mis vellos hasta quedar exhaustas.

Volví luego a la fiesta a saludar a Baco, a abrazarlo y a Colocarle flores en la barriga. Mis párpados se hinchaban, en tanto él reía y lanzaba copas de vino al aire, haciendo señas a las mejores ninfas con sus dedos repletos de anillos. A veces desprendía piedras preciosas de la montura de las sortijas y las colocaba en los ojos de las hembras desnudas, diciéndoles: «Preciosa concubina, desde ahora tendrás estos ojos».

Por fin reventé de placer, regresé por un camino alegre acompañado de sátiros y de algunas ninfas viejas, aunque bellas aún, muy diestras en no dejar decaer a los invitados de esos días. Correteamos por infinitas arboledas hasta la noche: una noche repleta de estrellas en medio de la cual nos acostamos a ver el cielo y encendimos fogatas; uno que otro fauno tocó la flauta. Esa noche la ninfa más vieja se fue a lo profundo de un bosque y se perdió para siempre.

Al sorprendernos el día seguimos camino. Íbamos cansados y silenciosos hasta que alguien divisó la ciudad. Habíamos llegado. ¡Todo había sido tan breve!. Nos despedimos, y no pude evitar algunas lágrimas. Ellos hicieron lo mismo. Cuando los vi alejarse, me pareció una insensatez quedarme. Fui tras ellos, y le pedí a una de las ninfas –de unos 50 años-, pero aún bellísima- que fuera mi esposa. Se conmovió mucho con mi ofrecimiento, pero me dijo que el resto de su vida había sido ganado para el corazón de las hojas.

Nadie me había dado una respuesta semejante. Regresé embriagado aún por el olor de sus palabras, y bajé por la empinada ladera que me conducía a la ciudad. Venía tan ensimismado que no me di cuenta cuando llegué: estaba en medio de las calles resucitando de mis sueños, vuelto otra vez a mi vida nómada y a los placeres momentáneos, mirando las ventanas ajenas, abriendo los ojos en la madrugada de los zaguanes. Por ahí deambulé, hasta que alguien pronunció mi  nombre.

GABRIEL JIMÉNEZ EMÁN.

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